Terminar con canciones de amor

De: Psicogrupo
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Por: Silvia Abril Avila Wall

 

¿Por qué puede ser abrumador terminar una relación de pareja? ¿Cómo participan las premisas románticas sobre el amor y las relaciones, en el proceso de duelo tras la ruptura de una relación?

Este ensayo trata sobre la complejidad para asimilar el final de una relación de pareja, enfocando que este “final” es figura de muerte y que despliega un proceso de duelo dificultado por la ideología romántica, sobre todo en el caso de las mujeres. El sentido del texto corresponde a la ruptura de parejas que han formado un vínculo matrimonial, hayan o no firmado papeles, aunque algunos dichos pueden aplicar al fin de otro tipo de relaciones. Tal como en este párrafo, en adelante, las expresiones “el final” o “la ruptura”, así como  “terminar”, se usan más o menos indistintamente para aludir a la separación definitiva que corresponde al divorcio en los casados.

No está de más comentar que el escrito deriva de la lectura de “El precio de la vida”, de Judith Viorst (1986), un libro claro e inspirador, que permite apreciar las pérdidas como motor vital.

Terminar suele ser abrumador

El “terminar” de una pareja puede ser la conclusión de un ciclo, con lo que “concluir” tiene de recapitulación que sintetiza desarrollo: de la historia completa de la relación, incluyendo el final, la persona aprehende elementos de provecho y se enriquece con ellos. Experiencias como despedirse y ajustar las prácticas cotidianas a la nueva situación, amplían la visión de lo que es posible. Si además se realiza el trabajo de esclarecer qué ha ocurrido, de distinguir entre necesidades y deseos propios y ajenos, de agradecer lo bueno que haya pasado o esté pasando, se fortalecerán el autoestima y las capacidades de introspección, empatía y templanza. Un final así protege a la familia, favoreciendo tanto la cordialidad hacia la ex pareja, como las facultades para acompañar el duelo de los hijos, en caso de haberlos[1].

Sin embargo, el final también es figura de muerte en cuanto marca un “dejar de existir”, en primera instancia de la entidad “pareja”. Esto puede ser desolador, si como es común, las personas rechazan y evitan la idea de la muerte. Sobre esta aversión, Viorst (1986, p. 326) dice que: “Tememos la aniquilación, el no ser. Tememos entrar en lo desconocido […] Tenemos miedo de la impotencia de la soledad”. Más allá de no querer morir, en la cultura occiddental, en general, no se quiere la fintud; se desprecia la vejez que la evoca, se gusta de lo efímero que la invisibiliza. Hay una autodestructiva negación del morir en las sociedades industrializados, donde ya no se comprende a la muerte porque no se le conoce; hasta se le considera enemiga (Caycedo, 2007).

Y la muerte, temida y detestada, aparece por doquier en la ruptura de la pareja: se presenta en el final de cada asunto que por dinámico y generativo podía entenderse como algo con vida. Muere la cultura que formaba un mundo particular con lenguaje y valores propios. Eventualmente, muere la historia compartida, ante el olvido y las versiones del pasado cada vez más diferenciadas con las que se queda cada cual, versiones a veces incompatibles. Mueren ilusiones y esperanzas, en ocasiones junto a una variedad de afectos que se creían inmortales, como el amor y la admiración. También, puesto que dejan de existir “los integrantes de la pareja”, muere cada cual como “pareja-de”.

Caruso (1997, p. 19) habla de ”la vivencia de la muerte en mi conciencia ocasionada por la separación, y, complementario a éste, el problema que narcisísticamente es más mortificante para quien lo sufre: la vivencia de mi muerte en la conciencia del otro”[2]. El “ya no es nada para mí” puede perturbar más que el desamor o la ausencia porque quitar su investidura al objeto de amor es dejarle morir. Si, como dice Fernández (s. f.) “un sentimiento es el aviso de que algo sucede, de alguna manera, en alguna parte, demasiado cerca”, entonces el dolor y el odio son señales de vida: “algo sucede”. Desprenderse de lo que lastima o daña entraña el riesgo de que “nada pase” y la muerte es justo eso: nada pasando. Por su parte, el “no soy nada para él / ella” es desaparecer en la mirada de quien ha sido el principal testigo de la vida, lo que pone en riesgo el sentido de la existencia y el sentido del yo (cf. Viorst, 1986).

Aun en el caso de personas autónomas, que confían en sí mismas, dejar de pertenecer a la categoría de “emparejados” implica una relación diferente con el medio social, cuyo inicio puede ser extraño e incómodo. Deslindarse de la ex pareja frente a los demás, puede ser desgastante; sin embargo, a menudo es necesario hacerlo, así como dar explicaciones sobre el estado civil y la dinámica familiar, en ocasiones cuando al nuevo soltero todavía no le queda suficientemente clara la situación. Esto ocurre en medio de la vulnerabilidad causada por la cantidad e intensidad de los sentimientos que provoca la ruptura. Según Viorst (1986), se siente tanto dolor, desamparo y añoranza como ante la muerte del cónyuge, solo que en el caso de la ruptura se evoca en mayor medida la ira, el sentimiento de abandono puede ser más duro y con comunes los celos y las peleas. Sin duda “es una de las experiencias más traumáticas, amargas y penosas que pueden sufrir los seres humanos” (González y Espinosa, 2004, p. 18).

El reacomodo en la estructura familiar no puede ser menos que perturbador (cf. Gracia y Musitu, 2000). La frase “disolución del hogar” expresa ilustrativamente el tamaño de lo que ocurre. La palabra “hogar” alude a lo que alimenta y lo que brinda calor: lo que mantiene con vida; al menos en el imaginario es el espacio de mayor seguridad: que eso se disuelva no es poca cosa. Los que fueron pareja viven la desestabilización con el resto de la familia, aunque sean quienes tomaron las decisiones que llevaron a la crisis. La viven, sintiendo amenazada su constitución subjetiva, pues la ruptura también rompe a la persona en sí misma, en la medida en que el vínculo de pareja se imprimió en la subjetividad. Y más que con otras pérdidas, la del fin de la pareja retrotrae a las sensaciones de las primeras separaciones, en las que ser dejado de lado implicaba el riesgo de morir, literalmente[3].

El duelo y el romanticismo

Salzberg (2014) indica sencilla y puntualmente lo que procede ante el final de la relación de pareja: “Los divorciados deben elaborar el duelo por el matrimonio muerto y proceder a su entierro dentro de cada uno de los cónyuges. Para lograrlo hay que asumir que ha terminado, aunque uno no lo haya querido y superar la posición de víctima o culpable, bueno o malo”. Este “elaborar” del que habla la autora es organizar psicológicamente la representación de la pérdida, para poder vivir en paz con ella; en este caso, la pérdida de la relación de pareja y las que ésta trae consigo. No obstante, como se expuso en el apartado anterior, asumir que la relación terminó tiene sus complicaciones.

El proceso que se despliega moviliza afectos intensos y fantasías cargadas de significación. Según Viorst (1986), no es un proceso líneal, pero se distinguen fases en su desarrollo: La de conmoción, en la que hay incredulidad y negación de la pérdida; la de reviviscencia del vínculo y exploración de la falta, en la que hay un dolor intenso, y finalmente, la de aceptación, adaptación y reintegración a la vida normal. El duelo culmina cuando se ha retirado la energía libidinal de los recuerdos y esperanzas que enlazan (o enlazaban) a la persona con lo perdido (cf. Roudinesco y Plon, s. f.). Aunque se cree que el proceso dura entre uno y dos años, en realidad, su duración varía; lo importante para considerarlo “normal” es que la persona no apresure las etapas ni se detenga a prolongar el dolor (Viorst, 1986).

Comúnmente, los ex integrantes de la pareja no están en la misma situación, ni la ruptura representa lo mismo para ambos. Pérez, Davins, Valls y Aramburo (2009, p. 40) dicen que “uno [la vive] como un paso adelante y el otro como un paso atrás”. Hay que considerar, para cada cual, la circunstancia económica, la posibilidad de tener una nueva pareja, el apoyo de una red social, etc. Independientemente de la situación, el duelo se resolverá dependiendo del desarrollo emocional y del contenido de la educación afectiva (cf. Salzberg, 2014; Viorst, 1986). Un adulto sano puede aceptar que no hay amor humano incondicional y que toda relación termina; puede unirse y separarse, así como permanecer solo sin derrumbarse (Viorst, 1986).

El problema es que “muy pocos de nosotros somos consistentemente adultos. Ademas, nuestros objetivos conscientes son a menudo saboteados inconscientemente, debido a que los deseos infantiles […] ejercen un gran poder fuera de nuestra conciencia” (Viorst, 1986, pp. 177-178). Para muchos, las relaciones amorosas a cualquier edad son como los amores adolescentes (Viorst, 1986): egocéntricos, exaltados y utópicos; en otras palabras: románticos. Es común que el adulto conserve premisas románticas sobre el amor y sobre las relaciones, dado que la ideología romántica impera en la cultura patriarcal. Estas premisas son el centro de la educación afectiva en sociedades como la mexicana.

Según Fernández (s. f.), “el discurso amoroso contemporáneo proviene del romanticismo color de rosa del siglo XIX, cuando las adolescentes de la época leían atentamente las novelas de amor para entender cómo ser incomprendidas”.

Siguiendo las ideas de Viorst (1986), Sangrador (1993), Bosch (2007), Esteban y Távora (2008), y Salzberg (2014), puede afirmarse que en el paradigma del romanticismo: 1) La relación de pareja y el matrimonio en específico, se basan en el amor. 2) Se trata de un amor perfecto, eterno y todopoderoso, que brinda felicidad y superioridad moral, y por cuya conservación las personas deberían hacer cualquier cosa, aunque esto último sea una paradoja respecto a su cualidad de eterno. Se trata, pues, de un amor imposible. Su alternativa opuesta: que el amor verdadero no existe y no puede esperarse gran cosa de ninguna relación, es el reconocimiento del amor perfecto como única opción: si no es total y absoluto, no es amor.

Este modelo, inmerso en un sistema heterosexual, se aprende con la socialización, y guía el comportamiento en relación con la pareja, incluyendo el comportamiento en la ruptura (Sangrador, 1993; Esteban y Távora, 2008). Bosch (2007) menciona, entre otras, las siguientes características:

  • Idealización del otro y de la relación.
  • Dependencia del otro y de la relación.
  • Cuasi obsesión con la pareja y posesividad como muestra de amor.
  • Intensidad en los afectos, tanto positivos como negativos.

No hay cabida para rupturas, dado el poder atribuido al amor para subsanar todos los problemas, inclusive de violencia. Como no se concibe la opción de “terminar”, si el final es inminente provoca gran desconcierto; se hace muy difícil reconocerlo y aceptarlo. “Terminar” equivale a un fracaso vital. No se pueden ver las posibilidades positivas que abre el fin de la relación.

Hombres y mujeres se sujetan al modelo, pero es a las mujeres a quienes desde niñas se les enseña a complacer a otros, a depender y a valorarse en función de sus relaciones afectivas, de modo que al crecer centran su identidad en el papel de esposas y madres, y están preparadas para someterse a lo que sea necesario por conservar a la pareja. Es a las niñas a quienes se les forma para sacrificarse por amor. Los niños son educados para no involucrarse demasiado, sentimentalmente. La vinculación resultante hace que una ruptura tenga visos de catástrofe para muchas mujeres, cuya constitución subjetiva conmociona cuando “quedan solas”. (Cf. Bosch, 2007; Esteban y Távora, 2008)

Además, puesto que las ideas románticas con las que se proyecta la relación, no se concretan en la realidad, a la hora del final hay cuantiosas pérdidas en el ámbito de “lo que no pudo ser” y éstas son especialmente angustiantes. Una angustia apropiada para el modelo, que exige pasión y drama. Como son las cosas, es probable que quien se encuentre bien, luego de un duelo breve, se sienta culpable por ello: porque si amó, debería sufrir más. Dice Avellaneda (2010), en su reseña sobre un libro de Kreimer, que: “en Occidente el amor ha sido considerado sobre todo como un fenómeno irracional que deja al individuo indefenso frente al sufrimiento y al dolor”.

El romanticismo se regodea en el sufrimiento. Es fuente de inspiración para la producción creativa de corte sentimiental: canciones, novelas, cuentos y películas ensalzan el amor sufriente y dan testimonio del modo en que, generación tras generación, se han formado parejas sin cuidado del amor propio. En México se sigue cantando “Solamente una vez”, “Pobre de mí” y “Arráncame la vida”, aunque Agustín Lara haya escrito las letras en la primera mitad del siglo pasado. Cuando se escucha: “Una vez nada más  / en mi huerto / brilló la esperanza”, se comprende que Fernández argumente que la tristeza y la soledad, desde la lógica de la afectividad, adquieren una forma propia con cierto grado de belleza, de modo que “se siente bonito estar triste” (p. 8). De hecho, en el duelo conviene experimentar a fondo el dolor: qué bueno si el desarrollo emocional y la cultura del doliente le permiten algún tipo de gozo en el proceso. Pero aunque es posible un uso afortunado de los recursos culturales para sufrir o para acompañar el dolor, ser socializado en el drama y continuamente recibir el mensaje de que el amor y las relaciones de pareja se sufren, prepara a las personas para cumplir con el dictado recibido y anticipa duelos muy complicados cuando las relaciones terminan.

 

[1] Salzberg (2014) advierte sobre la importancia de recuperar rápidamente la función parental tras la crisis del divorcio, para atender las necesidades de los hijos que son niños. Entre sus atinados señalamientos, destaca el siguiente: “La capacidad de los progenitores de diferenciar y tener en cuenta el sufrimiento de los hijos, diferente del propio, asegura un buen pronóstico en el post-divorcio”. Esto no parece posible cuando los padres están completamente ofuscados o sumidos en su propio malestar.

[2] El autor está hablando de parejas que se ven obligados a “terminar” aunque siguen sintiendo amor; sin embargo, esta aseveración en particular es aplicable a cualquier ruptura definitiva.

[3] El modo en que se vivió la separación del llamado “primer objeto de amor”, la madre, marca el modo en que las personas se implican con otras, el modo en que forman pareja y el modo en que viven el final de sus relaciones (cf. Viorst, 1986).

Referencias
Avellaneda, M. (2010). Falacias del amor. ¿Por qué anudamos amor y sufrimiento? Roxana Kreimer. Trabajo social, 12, 201-204. Recuperado el 25 de julio, de: http://revistas.unal.edu.co/index.php/tsocial/article/view/18987/19950
Bosch, E. (2007). Del mito del amor romántico a la violencia contra las mujeres en la pareja. Recuperado el 25 de julio, de: http://centreantigona.uab.cat/izquierda/amor%20romantico%20Esperanza%20Bosch.pdf
Caycedo, M. L. (2007). La muerte en la cultura occidental: antropología de la muerte. Revista colombiana de Psiquiatría, 36, 336-339. Recuperado el 25 de julio, de: http://www.redalyc.org/html/806/80636212/
Caruso, I. (1997). La separación de los amantes. Madrid: Siglo veintiuno editores.
Roudinesco, E. y Plon, M. (S. f.) Diccionario de psicoanálisis. [Versión digital.]
Esteban, M. L. y Távora, A. (2008). El amor romántico y la subordinación social de las mujeres: revisiones y propuestas. Anuario de Psicología 2008, 39, 1, 59-73 Recuperado el 25 de julio, de: http://www.raco.cat/index.php/AnuarioPsicologia/article/view/99354
Fernández, P. (S. f.) La afectividad colectiva. Recuperado el 20 de junio del 2017, de: http://luishurtado.net/wp-content/uploads/2014/04/118363852-La-Afectividad-Colectiva.pdf
González, S. y Espinosa, M. R. (2004). Parejas jóvenes y divorcio. Revista electrónica de Psicología Iztacala, 7, 1, 16-31. Recuperado el 20 de julio del 2017, de: www.iztacala.unam.mx/carreras/psicologia/psiclin
Gracia, E. y Musitu, G. (2000). Psicología Social de la familia.  Paidós: Barcelona.
Pérez, C., Davins, M., Valls, C. y Aramburo, I. (2009). El divorcio: una aproximación psicológica. La revue du REDIF, 2, 39-46. Recuperado el 30 de mayo del 2017, de: https://www.researchgate.net/profile/Carles_Testor/publication/242775375_El_divorcio_una_aproximacion_psicologica/links/54e43ae50cf282dbed6ea7ba.pdf
Salzberg, B. (2014). Los niños no se divorcian. Recuperado el 31 de mayo del 2017, de: http://www.escuelapsicoanalitica.com/wp-content/uploads/2014/06/AECPNA_02_losninosnosedivorcian.pdf
Sangrador, J. L. (1993). Consideraciones psicosociales sobre el amor romántico. Psicothema, 5, 181-196.
Viorst, J. (1990). El precio de la vida. Buenos Aires: Emecé Editores.

 

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