La depresión es un cuadro clínico característico de una época en que cada vez, menos personas toleran la frustración de percibir la brecha entre los anhelos creados por un ideal del yo reforzado socialmente y la realidad individual. Son tiempos en los que la desintegración familiar, los fenómenos asociados a la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, los abandonos y maltratos reales y percibidos, se han constituido en condiciones que en su momento dan lugar a síntomas depresivos. Con la capacidad de hacer duelos atrofiada, estos síntomas buscan paliarse a través de sustancias adictivas u otras compulsiones. Así las cosas, tal vez podría decirse que cada vez nos duele más a todos, una generalizada pérdida de la esperanza.
Una de las formas en que el estado depresivo se produce psicológicamente, es consecuencia de la agresividad acumulada; es decir, de la incapacidad para procesar y liberar sentimientos negativos, como el resentimiento. De ello se habló en extenso anteriormente. El sujeto, “en lugar de sacar la bomba que lleva dentro, permite que explote en su interior y que cause daños excesivos” (Villanueva, 1988, p. 12). Luego vive un sentimiento de culpa exagerado por la constatación de que no es tan bueno como desearía, o como se supone. El individuo auto-devaluado por la severidad de su culpa, se comporta de manera ineficaz, colecciona fracasos que justifican una baja autoestima, y el círculo vicioso se cierra (Ferrari, Johnson y McCown, 1995).
El sometimiento social entraña la semilla de estas dinámicas internas depresivas; pues adaptarse al mundo, muchas veces implica la renuncia al esfuerzo creativo y genera la percepción de que solamente es aceptable el sufrimiento (Viorst, 1986); y cada vez más, conlleva la introyección de ideales de perfección, altamente frustrantes. Esta internalización comienza desde muy temprano; puede o no, ser inculcada por los padres, pero seguramente será exigida en el ambiente escolar.
Cuando deseamos algo que nuestra cultura nos impone y que nunca podremos satisfacer, la frustración se acompaña de una sensación de vacío; que en este momento histórico, se intenta eliminar del todo, de inmediato, porque las personas soportan cada vez menos la desazón. Sufrimos al querer colmar compulsivamente la culpa y la vergüenza con las que se delimita el vacío; pero aceptamos la educación que nos coloca en esa condición. Este tipo de educación triunfa políticamente porque con ella, se prepara a la gente para el sometimiento; funciona porque la obediencia constituye un acto de lealtad para con el ideal del yo (“debe ser así”, “es un principio de convivencia social”), de modo que elegir la libertad genera culpa, en tanto implica una desobediencia a los designios de la conciencia moral.
Si bien, de algún modo, el sujeto social de todos los tiempos, ha tenido que sufrir la enseñanza tradicional para ser reconocido y aceptado por la sociedad; en esta época, la perfección socialmente obligada lleva con mayor frecuencia a pensamientos distorsionados sobre la propia incapacidad. De ahí, que las personas se desprecien por no ser como quisieran (Cameron, 1982). Si el individuo queda hundido en una preocupación constante sobre su poca valía, se irá formando un vacío en su pensamiento, que inhibirá sus capacidades. Es posible, incluso, que la persona se someta a maltratos que justifiquen su propia autodevaluación, y que los reproches contra sí misma, alcancen niveles delirantes. La sensación obsesiva de no valer nada, y de culpa por no lograr salir de la mala situación, persiste a pesar de que otros traten de hacer ver la realidad de otra manera.
Hay una vuelta –regresión– emocional a niveles infantiles muy primitivos: al estadio donde el infante era capaz de controlar las pérdidas y las frustraciones. Se pretende regresar a ese momento de gran satisfacción, anterior al destete. El sujeto se coloca en una posición analítica, expectante, como si los demás miembros del grupo familiar o social al que pertenece, pudieran adivinar qué es lo que le sucede. Se provoca la agresión, pero se le teme, y existe un comportamiento de reclamo constante por sentirse objeto de los malos tratos, aunque el delirio le dice que lo merece, que las puertas se le cierran porque así es la vida. Las vicisitudes existenciales son magnificadas y se utilizan como justificación para la inacción y no asunción de responsabilidades.
La depresión psicótica en individuos con trastornos graves de personalidad, como el fronterizo, adquiere connotaciones agudas, en episodios delirantes constantes. “El psicótico depresivo no expresa su desprecio contra sí mismo para hacer que los otros lo contradigan” (Camerón, 1982, p. X). De hecho, los intentos de apoyo pueden reforzar la sensación de rechazo que percibe el psicótico depresivo. La adicción en sus manifestaciones graves, queda aparejada a una psicosis depresiva. Pero este no es el punto nodal que vincula a la personalidad depresiva con la adicción. Sobre ello, se ahondará más adelante; sin embargo, cabe subrayar que es sorprendente el incremento de la población que consume drogas para menguar la angustia depresiva. De alguna manera, el consumo de sustancias permite paliar el padecimiento, elevando la neurotransmisión de dopamina (lo mismo que hacen los fármacos recetados por el sistema psiquiátrico).