El estrés puede ser cansado, desagradable y peligroso para la salud; conviene conocerlo, tanto en su dimensión psicosocial como neurofisiológica, para afrontarlo de la mejor manera.
Estrés y estresores
El estrés es la alteración que sufren los seres vivos ante las demandas que perciben. Basurto, Núñez, Pérez y Hernández (2008, p. 2) se refieren al estrés en plantas como “el conjunto de respuestas bioquímicas o fisiológicas que definen un estado particular del organismo diferente al observado bajo un rango de condiciones óptimas”. Están aludiendo a la pérdida de estabilidad y al esfuerzo por funcionar a pesar de ello. De eso se trata también el estrés en seres humanos: algo pasa, cualquier cosa, que rompe la condición de tranquilidad en la que no hay hambre, sed, prisa, dolor, preocupación, etc., se despliegan reacciones de adaptación traducidas en sensaciones y sentimientos permeados por la elaboración mental del sujeto, así como en conductas para contener o reparar la alteración. Las primeras reacciones son instintivas, pero también tienen lugar respuestas aprendidas.
Como es evidente, nadie permanece inalterable; es inevitable experimentar cambios en el ambiente o en el cuerpo y estos, por definición, rompen la estabilidad. El estrés es cotidiano. Usualmente se experimenta como “tensión” y puede asociarse a miedo, ansiedad o entusiasmo, dependiendo de la naturaleza del estresor y de la personalidad de quien está experimentándolo. En el mejor de los casos, las personas viven un estrés moderado y manejable ante cambios esperados del ciclo vital o ante desafíos académicos y laborales. Sin embargo, frecuentemente los estresores son indeseables: accidentes de tráfico, problemas de pareja, errores en el trabajo; actos de violencia o desastres naturales son francamente dañinos. En estos casos, el nivel de estrés es mayor; si se mantiene durante cierto periodo de tiempo no es raro que la salud se vea perjudicada: pasa, por ejemplo, cuando se asume el rol de cuidador de un familiar enfermo y totalmente dependiente. De ahí que el estrés suela considerarse algo “malo” (cf. Serrano, 2006).
En la medida en que la persona no consigue satisfacer la demanda que una situación le plantea, la situación se convierte en una amenaza y el organismo la enfrenta como enfrentaría el peligro de un depredador: preparándose para luchar o huir (Barraza, 2007; Sandín, 2003; Duval, González y Rabia, 2010). En el estilo de vida moderno, las situaciones demandantes vividas como amenazas suelen ser cuestiones psicosociales: desempleo, nacimiento de un hijo, riesgo de hacer el ridículo, etc. Lo que las convierte en estresores es la interpretación de que son o representan un riesgo y la autopercepción de insuficiente capacidad para manejarlas (cf. Sandín, 2003; Serrano, 2006). No es lo mismo pensar, por ejemplo, que un examen escolar es un ejercicio para revisar cómo va el aprendizaje, que considerarlo una medida del valor propio de la cual depende el éxito profesional; es diferente contestarlo con seguridad en el propio conocimiento o sin seguridad.
No se trata de un proceso con fases discretas que se suceden una a otra en una sola dirección. Los recursos físicos, psicológicos y sociales que sostienen las estrategias de afrontamiento ante el estrés también ejercen influencia en la interpretación de los eventos o situaciones; además, el fenómeno se retroalimenta a sí mismo. Como ilustración, tómese en cuenta que el estrés interfiere con la capacidad de autoevaluación (Monterrey, González de Rivera, de las Cuevas y Rodríguez-Pulido, 1991), la cual determina si una persona considera tener capacidad para lidiar con una situación, lo cual a su vez determina si la situación es estresante. Del mismo modo, lo que se hace para tratar de neutralizar los efectos de un estresor puede elevar más el nivel de estrés o generar otras situaciones potencialmente estresantes; esto pasa con quienes fuman para relajarse (cf. Sandín, 2003).
Lo anterior también ocurre al emplear estrategias inefectivas o contraproducentes, como prescindir de la colaboración de otros o autolesionarse, para evitar el estrés que produce la sensación de falta de control. Y es que la sensación de falta de control es muy estresante (Serrano, 2003). Por su causa son especialmente estresantes los cambios para los que no ha habido preparación (cf. Sandín, 2003). También debe estar implicada en el desvalimiento asociado al desamparo. Por eso el apoyo social que se brinda en situaciones de estrés, ha de dirigirse a fortalecer a la persona.
Neurofisiología del estrés
La neurofisiología del estrés es un complejo entramado de funciones cuyo centro está en el sistema límbico. Este sistema, que “imprime las calidades emocionales a nuestras experiencias”, cuenta entre sus estructuras con el núcleo caudado, la amígdala y el hipotálamo (Carazo y López, 2009, p. 53). En una situación estresante, opera básicamente de la siguiente manera (Barraza, 2000; Carazo y López, 2009; Sánchez-Navarro y Román, 2004):
- El núcleo caudado centra la atención en los estímulos inesperados o fuera de orden.
- La amígdala procesa la información sobre lo que está pasando, teniendo en cuenta experiencias emocionales previas; si es el caso, origina una respuesta de defensa con sentimientos de miedo o ansiedad. Si se trata de un estímulo aversivo simple, puede producir una respuesta rápida sin participación de la corteza cerebral.
- El hipotálamo estimula las suprarrenales para secretar adrenalina, que incrementa la energía. Si el estrés continúa, el hipotálamo estimula a las suprarrenales para secretar cortisol, que hará que la energía se mantenga.
- Múltiples conexiones del sistema con el lóbulo frontal de la corteza cerebral trazan una relación entre la emoción y la cognición. Esta región cerebral al parecer está implicada en la respuesta emocional a estímulos complejos.
El estado de alerta generado prepara el cuerpo para el movimiento: para la acción de huir o la acción de luchar; entre más intensa sea la alerta, más se entorpece el raciocinio (Carazo y López, 2009). La preparación incluye mayor actividad de los pulmones para aportar más oxígeno a la sangre, mayor velocidad de bombeo del corazón y envío de la sangre a las extremidades, dilatación de la pupila para mejorar la visión, sudoración para refrescar el cuerpo (Upjohn Company, 1968). Puede ocasionar mareos, dolores y desgarros relacionados con la tensión muscular, acidez, flatulencia y otros problemas digestivos (Sandín, 2003; Serrano, 2006; American Psychological Association [APA], s. f.). No obstante, el conjunto de reacciones cumple su propósito cuando hay un peligro físico real; a veces, incluso, el sistema inmune se ve fortalecido (Serrano, 2006). Al final, el organismo se recupera; a menos que el proceso se repita frecuentemente (APA, s. f.).
Cuando los episodios de estrés son recurrentes o extendidos, el desequilibrio en el organismo agrava los síntomas: en lugar de dolor de cabeza, migraña; en lugar de problemas digestivos, úlcera péptica; en lugar de sensación de palpitaciones, hipertensión declarada. Esto suele ocurrir con estresores psicosociales porque son de presencia constante y porque las personas son capaces de elucubrar cosas terribles que aumentan la percepción de amenaza. Si el estrés se hace crónico, las hormonas liberadas se acumulan en la sangre; el organismo se desgasta, quedando predispuesto a enfermedades como el cáncer o la depresión y haciendo más probables los ataques al corazón, apoplejías, etc. (Sandín, 2003; Serrano, 2006; APA, s. f.)
Cabe mencionar que según la Organización Mundial de la Salud [OMS] (2015), “la hipertensión es uno de los principales factores de riesgo de enfermedad cardiovascular” y las enfermedades cardiovasculares “son la principal causa de muerte en todo el mundo”. La OMS (2017) también sostiene que la “depresión es la principal causa mundial de discapacidad” y en ocasiones conduce al suicidio. Además, la depresión puede producir enfermedades cardiovasculares y viceversa (OMS, 2017). Los efectos del estrés interactúan entre sí y pueden generar más estrés.
El estrés y la “buena actitud”
El estrés como objeto de estudio es una gran oportunidad para apreciar la implicación de la persona con su entorno, así como la relación integral del cuerpo y la mente. Una infección provocará estrés en el organismo independientemente de otras cuestiones; sin embargo, lo que las personas piensan y hacen en relación con el hecho de padecer una infección eleva el nivel de estrés o ayuda a mantenerlo bajo control. Eventos o situaciones como los actos de violencia o las catástrofes naturales pueden considerarse universalmente estresantes; sin embargo, cada persona procesa de manera diferente lo que vive, de manera que no todos se ven desbordados por el estrés.
El conocimiento sobre estas cuestiones amplió la comprensión del papel de lo psicológico y lo social en la salud física, lo cual representó, según Sandín (2003, p. 6):
un cambio copernicano respecto al enfoque etiológico […] al desestimar que la enfermedad era únicamente un fenómeno unifactorial y mecánico, como por ejemplo el producto de algún agente patógeno.
Tal vez ha sido tan grande el avance en esta dirección que es buen momento para recordar la importancia fundamental del cuerpo y de la realidad material.
El hecho de que sean interpretaciones lo que define a eventos o situaciones psicosociales como estresantes podría hacer suponer que el estrés puede gestionarse a partir de una “buena actitud”: y es verdad, pero no con un enfoque parcial y simplista.
Es atractiva la idea de que una buena actitud tiene gran poder, sobre todo si la actitud se entiende como algo completamente bajo el control de la voluntad. Ya se mencionó cuan importante puede ser para las personas sentirse en control. En realidad, cambiar de actitud puede ser bastante difícil; pero, por supuesto, las actitudes son modificables y tener la adecuada para gestionar las demandas de cada experiencia puede mantener el estrés en un nivel manejable. Hay que valorarlas en su justa medida.
Que la actitud sea un elemento central de la motivación no debe opacar el valor de la nutrición adecuada o de suficiente sueño reparador. El organismo sufre el estrés de permanecer vigilante cuando la persona se implica en múltiples actividades durante periodos prolongados, descuidando su cuerpo, aunque sienta pasión por lo que está haciendo. Hay estrés cuando el organismo enfrenta las demandas de ambientes inhóspitos, aunque la persona no sienta aversión por el ambiente. No es igual para todos; pero no debe perderse de vista que a veces las autoevaluaciones no son confiables.
Tampoco debe perderse de vista que en condiciones de constante sobredemanda, como en casos de explotación laboral, miseria o abandono institucional, lo que típicamente se considera una “buena actitud” ante el estresor, puede no ser lo más conveniente. En todo caso, lo que siempre hará una diferencia positiva es una buena actitud de la persona hacia sí misma, sobre todo si esta actitud motiva efectivamente el autocuidado.
Referencias:
American Psychological Association [APA]. (S. f.). Los distintos tipos de estrés. Adaptado de “The Stress Solution” de Miller, L. y Dell, A. Recuperado de: http://www.apa.org/centrodeapoyo/tipos.aspx
Barraza, A. (2007). El campo de estudio del estrés: del programa de investigación estímulo-respuesta al programa de investigación persona-entorno. Revista internacional de Psicología, 8, 2, 1-30. Recuperado de: http://www.revistapsicologia.org/index.php/revista/article/view/48/45
Basurto, M., Núñez, A., Pérez, R. y Hernánez, O. A. (2008). Fisiología del estrés ambiental en plantas. Synthesis, 48, pp. 1-5. Recuperado de: http://www.uach.mx/extension_y_difusion/synthesis/2009/04/27/Fisiologia_%20del_estres_ambiental_en_plantas.pdf
Carazo, V. y López, F. (2009). Capítulo 3. Neuroanatomía y neurofisiología básica, pp. 49-154. En: Aprendizaje, coevolución neuroambiental. San José: Coordinación Educativa y Cultural Centroamericana, CECC/SICA.
Duval, F., González, F. y Rabia, H. (2010). Neurobiología del estrés. Revista chilena de neuro-psiquiatría, 48, 4, 307-318. Recuperado de: http://www.scielo.cl/pdf/rchnp/v48n4/art06.pdf
Monterrey, A. L., González de Rivera, J. L., de las Cuevas, C. y Rodríguez-Pulido, F. (1991). El índice de reactividad al estrés (IRE): ¿rasgo o medida? Revista de Psiquiatría de la Facultad de Medicina de Barcelona, 18, 1, 23–27. Recuperado de: http://psicoter.es/_arts/91_A080_02.pdf
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Sandín, B. (2003). El estrés: un análisis basado en el papel de los factores sociales. International Journal of Clinical and Health Psychology, 3, 1, 141-157. Recuperado de: http://www.redalyc.org/pdf/337/33730109.pdf
Serrano, M. A. (2006). Adaptación psicobiológica al estrés social en una muestra de profesores: cambios hormonales, cardiovasculares y psicológicos. [Tesis doctoral]. Universitat de Valencia. Recuperado de: http://www.tdx.cat/bitstream/handle/10803/10189/serrano.pdf
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Upjohn Company (1968). Comprendiendo miedos y tensiones. [Video]. Walt Disney production.