La felicidad no se logra si no nos hacemos conscientes de que somos seres insatisfechos por naturaleza (Csikszentmihalyi, 1993), que siempre estamos buscando una “mejor calidad de vida”. Este concepto, proveniente de la filosofía y de la ciencia médica, cuya investigación tiene un estatus científico (Hunt, 1997), da cuenta de una condición del sujeto ante situaciones externas. De allí se ha vertido al desarrollo humano y social. Ardila (2003: 163) presenta una “definición
integradora”:
“Calidad de vida es un estado de satisfacción general, derivado de la realización de las potencialidades de la persona. Posee aspectos subjetivos y aspectos objetivos. Es una sensación subjetiva de bienestar físico, psicológico y social. Incluye como aspectos subjetivos la intimidad, la expresión emocional, la seguridad percibida, la productividad personal y la salud objetiva. Como aspectos objetivos el bienestar material, las relaciones armónicas con el ambiente físico y social y con la comunidad, y la salud objetivamente percibida”.
Complicado es llegar a esta clase de equilibrio subjetivo y objetivo que conduzca a la felicidad. Además, la diversidad caracterológica y perceptiva hace que las personas perciban más subjetiva que objetivamente este constructo.
La felicidad es paradójica, pues hay veces, por ejemplo en el caso del Dr. Jack Kevorkian (Green, 2012), cuyos clientes buscaban tener la felicidad de morir para acabar con los sufrimientos de una enfermedad crónica e incapacitante. Tan sólo ser feliz con la certeza de que por fin los sufrimientos acabarán y procurar a los familiares la felicidad de ya no cuidar a un muerto en vida.